Friday, May 03, 2013


Habladles de batallas, de reyes y elefantes, de M. Énard

Tender puentes

Vísperas de Pascuas, 1506. Miguel Ángel se encuentra en Florencia. Ha abandonado Roma debido a la tensa relación con el “Papa guerrero” Julio II. En la ciudad donde esculpió el David, el genio renacentista espera una carta del Sumo Pontífice que lime viejas rencillas. La misiva que recibe, de manos de unos monjes franciscanos, lo sorprende. Es de Beyazid II, el poderoso sultán de Constantinopla, que lo invita a la capital del imperio Ottomano para diseñar un puente sobre el Cuerno de Oro. Antes, el emperador turco había rechazado los planos del mismísimo Leonardo Da Vinci para construir la obra sobre el estrecho de Bósforo que divide Estambul. Hasta aquí los hechos documentados (incluso se conservan los planos de Da Vinci) pero nada se sabe de qué ocurrió con la invitación a Miguel Ángel Buonarrotti. La anécdota, poco conocida, más allá que ha sido consignada por algún biógrafo de Miguel Ángel, como Giorgio Vasari por ejemplo, es el disparador del que se vale el escritor francés Mathias Énard (Niort, 1972) para imaginar la crónica de un posible momento de la Historia que ilumina todo un período.
El hipotético puente, una megaobra de haberse construido, es utilizado en esta breve, y potente novela, como un artefacto metafórico que aborda el choque cultural, religioso y político entre Oriente y Occidente. Énard, que es profesor en Barcelona, lo plantea como un intercambio cultural (una inmersión sería el término mas adecuado) donde el lector acompañará a Miguel Ángel en el descubrimiento de Constantinopla, de un Oriente legendario con su música y su poesía.
En paralelo, el escritor francés plantea tres historias secundarias. Las intrigas palaciegas en el entorno del sultán, que incluye una conspiración contra el artista; la relación homoerótica de Miguel Ángel con el poeta otomano Mesihi de Pristina, y la pasión que lo une con una enigmática cantante y bailarina de origen granadino.
La novela tiene varios puntos altos a destacar. La prosa de Énard (autor de El manual del perfecto terrorista, Zona, y la reciente Calle de ladrones, entre otros) es seductora, llena de metáforas acertadas (pero no edulcorantes) sumada a una estructura donde se alternan varios narradores (aunque el principal sea Miguel Angel) e incorpora cartas originales del artista, con un ritmo variado entre los capítulos, algunos tan breves de apenas doce líneas.
Habladles de batallas, de reyes y elefantes -cuyo título remite a una cita de Kipling extraída de El hándicap de la vida- es una buen ejemplo de la solidez narrativa de Mathias Énard, cuyo nombre viene sonando fuerte en Europa, porque demuestra cómo con lo mínimo, apenas una anécdota perdida en la vida de un gran artista, se puede crear una muy buena historia.

Habladles de batallas, de reyes y elefantes, de Mathias Énard. Editorial Mondadori, 2012, 182 pp. Distribuye Sudamericana.

Thursday, January 31, 2013


Con el cineasta Ferruccio Musitelli


La vida en fotogramas

Es considerado el pionero de documental uruguayo. Tiene 84 años, una vitalidad envidiable y su vida bien podría ser materia prima de una biopic. Una mirada inteligente de un hombre que retrató buena parte de la historia uruguaya de la segunda mitad del siglo XX.

De su padre heredó el nombre, la curiosidad y el espíritu trashumante. Nació en Pando en 1927, pero al año la familia Musitelli decidió mudarse a Francia. La elección gala no guarda misterios. “En Italia estaba instaurado el fascismo. Mi viejo había hecho la Primera Guerra Mundial y no quería volver a su tierra natal”, recuerda. El periplo familiar lo llevaría luego a África del Norte, más precisamente Túnez, donde cursaría los estudios primarios. Diez años después, el inicio de la Segunda Guerra Mundial, lo devolvería a Uruguay.
El regreso estuvo signado por años difíciles para la familia Musitelli. El joven Ferruccio, con trece años, comenzó a trabajar, miestras cursaba paralelamente el liceo nocturno. “Yo dibujaba bien. En el liceo nocturno tenía un profesor –se llamaba Sifredi- que dibujaba en el suplemento dominical del diario El Día. Ese hombre me incentivó muchísimo. Eso coincidió con que durante el día trabajaba de mandadero en una casa importadora de artículos de moda. Tenía que ir seguido a un taller donde hacían sombreros que quedaba pegado a un estudio de dibujo. Siempre me quedaba mirando por la ventana como dibujaban. Recuerdo que un día, supongo que los tipos estarían cansado de que los mirara desde la ventana, me invitaron a pasar. Les comenté que dibujaba y me pidieron algunos trabajos. Les llevé unos en tinta china que les gustaron”, rememora Ferruccio.
Casualidad o no –“la mayoría de la cosas suceden por casualidad”, dirá Musitelli como restándole importancia a los hechos- un aviso en el diario sellaría para siempre su amor incondicional por la imagen. “Por un aviso en el diario conseguí trabajo como ayudante de dibujante en el estudio de Pablo Tchirky. Estuve un mes aproximadamente. Luego, un pintor italiano, de apellido Ceria, que era amigo de mi padre, me llevó a su taller. Allí estuve cinco años como pintor, hacía trabajos de decorador. Esos fueron mis comienzos con la imagen. Primero me embalé con la pintura y de ahí, casi de casualidad, derivé a la fotografía. Como era adicto a la Biblioteca Nacional, empecé a estudiar fotografía. Allí encontré una enciclopedia fotográfica de Rodolfo Namia, escrita en 1903. En ese libro aprendí todo”, resume Musitelli.
La imagen en movimiento era otra de sus pasiones. Lo suficiente como para ver una y otra vez Alexander Nevski o Iván, el terrible, del genial Sergei Eisenstein. Eran tiempos de cine continuado donde se exhibía la misma película desde las 13 horas hasta la noche. Y antes de cada exhibición se proyectaba un documental o un corto de noticias. “Pasaban un noticiario que se llamaba `Uruguay al día'. Fui hablar entonces con el director Martínez Arbeleya. Pese a que era amigo personal de Francisco Franco –incluso hacía los filmes propagandísticas de Franco- era un buen tipo. Así fue que comencé a trabajar”.
Dibujo, fotografía y, finalmente, filmación. ¿Qué fue lo que lo sedujo de la imagen?
Siempre es contar algo. Y para contar tenés que tener una herramienta. Lo que hice fue ver las herramientas que tenía y perfeccionarlas de acuerdo a mi necesidad. Ese contar algo no tiene que ser forzosamente una historia. Me gusta más registrar una situación que me produjo determinada impresión y luego mostrarla. Yo documentaba lo que veía y me llamaba la atención. Para eso había varios canales. Uno de ellos era el económico. Necesitaba ganar algo, sino no podía hacer nada. Por ejemplo, con un colega filmamos la pelea de Dogomar Martínez con Kid Gavilán y nos fue muy bien. Nosotros sabíamos que el público que no iba a ir al Palacio Peñarol, le iba a interesar ver la filmación. Los cines se llenaron, hacían colas para verla. Con la pintura también. Pintaba cuadros y los vendía ¿Ves el cuadro que está ahí colgado? (Se refiere a La cacería del halcón) Lo pinté cuando tenía 16 años, pero me equivoqué. Es muy grande. No te lo compra nadie (se ríe). Después reduje el tamaño y algunos se vendieron”.
De hecho, en su casa sobre la avenida Millán hay varios cuadros de su autoría. En uno de ellos se observa un girasol en un jarrón. Le pregunto sobre su significado y asoma una sonrisa pícara. “Tiene su historia. Estábamos en Italia con mi mujer y compró unos girasoles. Cuando llegamos a la casa se lamentó de su corta vida. Quise retratarlos en todo su esplendor, para perpetuarlos, como un regalo para Chispa”.
Chispa es su esposa desde hace sesenta años. Ajena al piropo, le alcanza una foto en blanco y negro. En la imagen se puede ver a Ferruccio suspendido en el aire, sentado en una grúa casera, manejando una cámara. “Esta grúa la hice hace veinte años. Y fabriqué otras cosas. Fui amigo de Francisco Tastás Moreno, un personaje que hizo mucho por la fotografía y el cine en este país. Él hizo las primeras máquinas de revelar películas en blanco y negro y en color en 35 milímetros. Siendo amigo de él, me nutrí de su habilidad y aprendí muchas cosas. Así fue como hice una máquina de revelar películas color 16 milímetros. Luego la llevé a Buenos Aires y se la vendí al hipódromo de La Plata. Ellos la necesitaban para filmar en colores la llegada de los caballos en las carreras. Cuando era un final cabeza a cabeza, la única forma de saber quién había ingresado primero al disco era por el color de las casacas”, señala.

Cámara en mano

Usted ha realizado más de un centenar de documentales. Acaso los más conocidos sean La ciudad en la playa, Orientales al Frente y Trabajadores de la construcción. Este último recibió el premio de la Crítica.
Orientales al Frente es donde aparece la imagen de Líber Seregni que se ha repetido cientos de veces. Queríamos otra cosa para el Uruguay. Lamentablemente vino la dictadura. Trabajadores… fue un lindo trabajo que hice por encargo del sindicato. Esa película se perdió. Yo regalé algunos pasajes porque tenían que ver con el Golpe de Estado. Era absurdo que me lo guardara para mí, para tenerlo debajo de la cama. Marchó a Estados Unidos, a Italia, Francia, Alemania…
¿Cómo vivió esos años?
Con el tiempo me di cuenta que fui muy cuidadoso. No me ponía en un primer plano. No me interesaba lucirme, además era riesgoso. Una de las cosas que hice fue reducir al mínimo mis herramientas de trabajo. Iba con un bolsito y una camarita Nikon con un solo lente. Lo hacía para no llamar la atención. Con el tiempo me enteré que eso de andar con una máquina chiquita para pasar desapercibido ya lo había hecho, aunque por otros motivos, Cartier Bresson. Igual no tuve suerte. Recuerdo que una vez me sacaron de la cama a las tres de la mañana. Estuve cinco días de plantón.
De algunos de esos documentales, lamentablemente, ya no quedan registros.
Sí, por ejemplo el de una familia italiana que vivía en una isla del río Negro. Yo trabajaba en el noticiario alemán Emelco, propiedad de unos judíos que vivían en Argentina. Con uno de los directores del noticiario, Enrique Fabini, siempre salíamos a filmar al interior del país. Fuimos a una isla del río Negro, que era un pequeño conglomerado humano. Esta familia, de apellido Peletti, vivía de la caza y de la pesca. Cazaban fundamentalmente jabalíes y carpinchos. Estuvimos un mes viviendo a monte con ellos. Fue de lo más lindo que filmé en mi vida
Otro de sus trabajos más recordados y premiados es la serie de fotos del conventillo Medio Mundo. Se lo ha llegado a comparar con un documento de corte antropológico.
Se ha dicho eso sí, pero me parece una exageración. Fue por el año 54 que hice ese trabajo. Filmé y fotografié el Medio Mundo con una pequeña máquina Rolley. Se expuso una serie veinticuatro fotos. En ese momento tuve la impresión de que el Medio Mundo no iba a perpetuarse en el tiempo. Uruguay estaba en una etapa pujante y me parecía extraño que tan cerca del centro de Montevideo permaneciera por mucho tiempo un conglomerado de personas de piel negra. No recuerdo quién me habló del lugar, pero sí que no fue un trabajo por encargo. Recuerdo también que existía una gran armonía dentro del predio, donde vivía gente muy simple. No había otra manera de vivir allí sino era en armonía. Entré y me dejaron fotografiar sin problemas a las señoras que lavaban la ropa, los balcones con la ropa colgada, a los niños jugando. Y creo que esa atmósfera se nota, se palpa, en las fotografías. Algunas de ellas son de mucha ternura, espontánea. Ninguna de las fotos fue preparada, ni posada.

También trabajó para medios extranjeros.
Lo hice para la televisión de Alemania Occidental y la Oriental, la RAI, la Unesco y la American Broadcasting Company. Precisamente, trabajando para la American Broadcasting, mientras esperaba en Cementerio Central para filmar sobre el tesoro de las Masilotti, conocí a un periodista argentino que se llamaba Dalmiro Coronel. Tiempo después me llamó diciéndome que estaban necesitando un camarógrafo para filmar una entrevista con (Eduardo) Víctor Haedo. Así fue que comencé a trabajar junto a Roger Lindley, un periodista de la cadena. Comenzamos a trabajar en varios países de América latina. Filmé a Jakqueline Kennedy y a Kennedy cuando visitaron Colombia y Venezuela. También al Che Guevara, a Fidel Castro. Estuvimos en Río de Janeiro cuando el gobernador era Carlos Lacerda, opositor del entonces presidente Janio Cuadros. A Lacerda lo filmé en la universidad dando el discurso que fue lo que disparó el golpe militar que produjo la caída de Cuadros. Estuve, no recuerdo si cuatro o cinco días. Filmé los tranvías con los racimos humanos colgando de ellos y todo el tránsito enloquecido. Todo eso lo pasó después la televisión brasileña. Estuve presente, filmando las elecciones en Trinidad y Tobago, cunado se independizó del Imperio Británico.

¿Cómo se lleva con la nueva tecnología?
La fotografía está muriendo. Ahora todo el mundo es fotógrafo. Cuando digo que está muriendo me refiero a un aspecto de la fotografía. Por otro lado, siento que se valorizó la percepción de la imagen. La gente mira más, sabe mirar más, porque tiene más medios para hacerlo. Ahora hay celulares y camaritas que son accesibles. Y la cámara te enseña a mirar, a descubrir otro mundo.

Tuesday, January 22, 2013

El sentido de un final, de Julian Barnes



Memorabilia




En Nada que temer, un ensayo autobiográfico publicado en 2010, Julian Barnes buceaba en los recuerdos familiares. El resultado era un ejercicio de la memoria pero, advertía el británico, los hechos se van (re)construyendo, modificando, desde la perspectiva de nuestro presente. Entonces el autor de El loro de Flaubert tenía 64 años y la muerte (la de sus padres, la aproximación de su final) teñía todo el volumen. La frase que daba inicio al libro era memorable: “No creo en Dios, pero le echo de menos”. Ahora, tras su incursión en el relato -Pulso es el título del volumen publicado en el 2011- Barnes profundiza el concepto de la memoria, como un ajuste de cuentas ante el final de la vida, desde el territorio de la ficción.
El sentido de un final (Anagrana, 2012) narra la historia de cuatro amigos (Tony, Alex, Colin y Adrian, el más inteligente de los cuatro), un grupo de muchachos que compartieron la adolescencia y los primeros años de Universidad. La estructura de la novela está montada sobre dos bloques bien diferenciados. Por una lado los hechos, a secas, lejos de toda pátina; y por el otro, la rememoración de los mismos. Has pasado cuarenta años y un Tony Webster (protagonista y narrador) ya jubilado, sólo y divorciado, rememora su vida y su primera experiencia sexual con Verónica; su relación con Annie, sus años de correrías estudiantiles, su amistad con Adrian Finn, aquel brillante estudiante de Cambridge, el último en ingresar al grupo, que terminó suicidándose; su matrimomio con Margaret y la separación.
Así trancurre el otoño de su vida hasta que recibe un sobre enviado por un abogado. El sobre contiene una carta escrita por Sarah Ford, la madre de Verónica, su primera novia. La mujer le envía quinientas libras y una misiva disculpándose por el maltrato que recibió cuando era novio de la muchacha. Junto con la misiva se anuncia un manuscrito (que aparece trunco) de Adrian Finn, a manera de legado. Pero el diario del aquel amigo fallecido no aparece. Verónica lo tiene y se niega a entregárselo.
Y ese diario contiene un oscuro acontecimiento del pasado visto desde otra perspectiva, que aflora en el presente, lo que implica un revisionismo de su vida. Rexaminar el pasado adquiere entonces una potencia insoportable, que se transforma en dolor, pero también en un signo de lucidez. Y en ese ajuste de cuentas, a modo de balance final, concluye el protagonista: “Hay acumulación. Hay responsabilidad, y más allá de ellas, hay desasosiego. Un gran desasosiego”.
Por El sentido de un final -título que homenajea al trabajo homónimo sobre estudios en la teoría de la ficción, de su compatriota FrankKermode- Barnes recibió el Premio Man Booker 2011.

El sentido de un final, de Julian Barnes. Ed. Anagrama, 186 pp, 2012. Distribuye Gussi.

Monday, January 07, 2013

 
LAS CRISÁLIDAS, DE JOHN WYNDHAM



Que se mueren los raros



Publicada originalmente en 1955, Las crisálidas se convirtió en un clásico de la ciencia ficción (o “novela de anticipación” como suele llamársele) y elevó al escritor británico John Wyndhan a la categoría de autor de culto. La nueva edición -publicada por New York Review Books Classics- permite entonces acercarse a una historia que más de medio siglo después de haber sido escrita mantiene plena vigencia.
No es un detalle menor situar en contexto histórico la aparición de Las crisálidas. Cuando Wyndhan la pergeñó hacía apenas una década de los bombardeos atómicos a Hirohima y Nagasaki. Entonces poco se sabía (aunque algo se sospechaba) de la consecuencias letales que los bombardeos tendrían, a nivel genético, en la generaciones futuras. Y la historia está ambientada en un futuro apocalíptico. El lugar se llama Waknuk, donde existe una sociedad fundamentalista -a nivel religioso y genético- que no tolera a los raros. Estos “raros” o “anómalos” incluye a todo ser vivo. No se salvan ni las plantas. De hecho, si se detecta una planta que se aparta del “ideal” (léase las normas de la creación divina) se quema en público mientras se cantan himnos. Una sociedad “perfecta” (un punto común con Un mundo feliz, de su compatriota Aldous Huxley) donde todo está perfectamente controlado y alienado.
David, el protagonista de la novela (al igual que John, el salvaje de Un mundo...), crece en el seno de esta hermética sociedad viendo como los humanos “anómalos” también están condenados a la destrucción, a no ser que consigan huir a Bordes, un territorio salvaje en el que, según dicen las autoridades, uno se puede fiar de nada y en el que el demonio hace su trabajo. David crece con una frase que funciona como un mantra entre los habitantes de Waknuk: “Mantén puro el rebaño del Señor, cuidate de los mutantes”. El disparador, que pondrá en tela de juicio el orden establecido, es que el joven David descubre que tiene una diferencia: puede comunicarse mentalmente con sus pares. Descubierta su desviación David, su hermana Petra y su novia Rosalind, tiene que huir de Waknuk. En el camino pasan por bosques, se contactan mentalmente con Sealands, una mujer de otro país y llegan a Fringes, un lugar donde, a diferencia de Waknuk, todas las plantas, animales y personas son diferentes o poseen “desviaciones”.
Fringes entonces funciona como metáfora de la libertad y de la tolerancia, porque Las crisálidas es, además de una excelente novela de ciencia ficción, un alegato filosófico contra el autoritarismo, contra el Estado policíaco (y sus aparatos ideológicos, teoría que desarrollaría años después Louis Althusser), el fundamentalismo religioso y sexual, y otras varias estupideces humanas.

Friday, January 04, 2013


LA MALA MADRE, DE SOPHIE HANNAH


Por suerte hay una sola




La irrupción de la trilogía Millennium del sueco Stieg Larsson abrió las compuertas para una nueva vuelta de tuerca a la novela policial. Es cierto que su compatriota Henning Mankell es infinitamente más sólido y talentoso pero, vaya una saber por qué, su personaje, el inspector Wallander, quedó circunscrito, con honores, a los amantes del género. En cambio, Larsson creó un personaje (Mikael Blomkvist) que escapa en cierta medida a los arquetipos del género.
A partir de entonces la andanada no se hizo esperar. Escritores escandinavos como Assa Larsson, Anne Holt, Kain Fossum o Jo Nesbo (hay que leer Petirrojo) inundaron las bateas. En ese marasmo se colaron algunos títulos y escritores de otras nacionalidades. Una desconocida, al menos por estos lares, Sophie Hannah (Manchester, 1971) apareció con No es mi hija, un thriller psicológico que tenía como protagonista a Alice Fancourt, una madre que descubría que la bebe de quince días que había quedado al cuidado de su esposo David había sido cambiada. Un miedo atávico para cualquier madre y con el cual el lector se solidarizaba. El tema era cuando David contradecía a su esposa y juraba que la niña que estaba en el hogar era la misma que habían engendrado. Hannah repetiría la fórmula --thriller psicológico + maternidad-- con Matar de amor y parece consolidar en esta tercera entrega un estilo propio donde explora el sentimiento de culpa y la perversión, a través de la maternidad.
La mala madre (Duomo Ediciones) cuenta la historia de Sally Thorning, una ingeniera geólogica y madre de dos hijos. Su vida es un auténtico caos, hastiada y cansada de compatibilizar su trabajo y la maternidad se instala en un lujoso hotel durante una semana. Allí, entre masajes, hidroterapias y largas sesiones de descanso, conoce a un hombre llamado Mark Bretherick, con quien mantendrá un romance efímero. Ambos son casados y deciden, de común acuerdo, no volver a verse. Un año después, Rally, instalada en su casa, ve por televisión una noticia que la estremece. Geraldine y Lucy, esposa e hija de su ex amante aparecen asesinadas y el principal sospechoso es Mark. Pero algo no le cierra a Sally. La imagen difundida de Mark no coincide con la del hombre que se acostó un año antes. Y es imposible que aquel hombre se hiciera pasar por Mark porque sabía demasiados detalles de Geraldine y Lucy.
La narración alterna el relato de Sally en primera persona y las pesquisas policiales a cargo de Simón, a lo que se le suma nueve extractos de un diario escrito por Geradine y encontrados en su computadora. Allí, se descubre que en realidad no era la madre que todos pensaban. Geraldine, no quería ser madre y odia, en secreto, a su hija Lucy. El final es sorprendente y conviene no ser revelado.